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¿Crees que para aprender surf solo hace falta una tabla y ganas?

Cuando ves a tu hijo de 9 años con una tabla de Surf, que le sobrepasa en altura, 20150708_141519y es capaz de coger las olas con tanta destreza y soltura… incluso parece fácil. Si el puede, yo también, ¿o no?.

Como una niña, a punto de comenzar el campamento de verano, me preparé para el primer día de curso en HOPUPU. Descarté el bikini por miedo a perderlo en la primera ola. Me recogí el pelo para no perder de vista el horizonte, la ola y la tabla, aunque ver el fondo marino también tiene su encanto. La toalla, las chanclas, una botella de agua y por supuesto mis gafas de sol, completaban mi bolsa de playa.

La primera clase comenzaba en tierra firme. Una tabla de surf convertida en un monopatín gigante, fue la primera prueba de fuego. Un simulador, lo llaman los profesores, aunque lo único que pude simular fueron los ejercicios, posiciones y giros, porque las caídas no pude disimularlas ni en tierra firme.

2015-07-13 23.26.11Llegó el momento de enfundarse en el traje de neopreno, que teniendo en cuenta el calor y el sudor provocado por el ejercicio anterior, era como querer forrar un libro con papel adhesivo sin que salga una sola pompa. Me sentí como un embutido, envasada al vacío.

Me asignaron una tabla “grande”, -tendrás mejor estabilidad- me decía mi profesor Willy, pero eso no era una tabla…. ¡¡¡era el Titanic!!!, con camarotes y salón de baile incluido, pensé que era una tabla comunitaria.

Uniformada y decidida me dispuse a coger la tabla para emprender el camino hasta la orilla, pero ¿dónde está el asa?, o le sobraba anchor a la tabla o le faltaba largor a mi brazo. Imposible llevarla sola sin provocarme una luxación de hombro. Opté por trasportar una de talla más pequeña mientras dos compañeros “remolcaban” el Titanic.

Descalza, evitando las zonas de sol para no quemarme los pies, y esquivando los chicles de las aceras… me dirigí hacia la playa con mi tabla bajo el brazo. Una escalera interminable, era la puerta de entrada hasta la arena.2015-07-13 22.58.44 Era como entrar en el metro en hora punta, gente subiendo en dirección contraria esquivando la proa de mi tabla, y otros cuantos empujando la popa mientras yo rezaba para no terminar surfeando los 100 escalones cuesta abajo.

Llegar a la arena, ilesa, parecía misión imposible, pero cuando mis pies tocaron esa arena fina, dorada y ¡ardiente!, la velocidad de crucero de mi tabla fue directamente proporcional a la sensación de quemazón bajo mis pies. Pero ya estaba en la orilla, ¡por fin!, con mi traje, mi tabla, un dolor de brazos indescriptible y la planta de los pies con quemaduras de primer grado.

¿Cuántos músculos tenemos en el cuerpo?… pues me duelen todosssssssss, y todavía no hemos empezado a surfear.

ATRAPADOS EN EL PARKING

Su ticket, gracias.

Llegaba tarde como de costumbre, pero no por gusto, sino porque… no adivino los atascos, los semáforos y las entradas en hora punta a Madrid.
Circulaba hacia un destino «aproximado», sí sí aproximado, porque había puesto una dirección aproximada en el GPS y eso era lo que me repetía una y otra vez el navegador -«llegará a su destino aproximadamente a las 12:05», aunque iba sumando minutos cada vez que pillaba un semáforo en rojo… Y ¡cómo no! los pillé todos.

Por fin y tras muchos recálculos y reiniciaciones, cambió el discurso el GPS y me dijo: «ha llegado a su destino». No era exactamente el lugar al que me dirigía pero sabía que estaba cerca, aunque en mi caso «cerca» podía traducirse en 10 metros como en 10 manzanas… porque la relatividad no sólo afecta al tiempo. Aún así, me arriesgué y me dirigí al primer Parking que vi.
Con la cantidad de minutos que había sumado con cada semáforo, era como si hubiera jugado al parchís y me hubieran comido todas las fichas, doblando el tiempo de la partida.

Ticket ParkingAquel parking era un laberinto. Recorrí la primera planta sin suerte. Baje a la segunda por una rampa estrecha y de doble dirección, rezando para que no subiera ningún coche en sentido contrario al mío. Tampoco hubo suerte.
Empezaba a angustiarme por la claustrofobia que me provocan los sitios cerrados sin vistas a la calle y por lo rápido que se movían las manecillas del reloj de pulsera que llevaba, aunque creo que se sincronizaba con mi ritmo cardíaco y mis pulsaciones, que debían estar «pasadas de vuelta».

Una señal me indicaba el camino a la tercera planta. Otra rampa, otro ave maría y sin una plaza libre a primera vista.
Con más intuición que conocimiento del terreno, decidí seguir la flecha blanca pintada en el suelo, despacito y sin perder de vista el reloj. Por el retrovisor vi a alguien que me seguía a pie con las llaves en la mano. Frené y esperé a que se pusiera a mi altura para preguntarle ¿vas o vienes?. La suerte se puso de mi parte, o casi. Me indicó dónde estaba su vehículo y hacia allí me dirigí sorteando las columnas y los giros e intentando no dejar la pintura del coche juntó a las demás muestras de la pared a modo de catálogo de colores.
Cuando llegué a la plaza en cuestión, el pánico se apoderó de mí. Empecé a hacer cálculos matemáticos visualizando de qué manera podía meter mi coche, de tamaño más bien mediano, en el lugar que ocupaba esa especie de triciclo con dos puertas, de apenas un metro cuadrado.
Pero no podía perder más tiempo. Empecé con las maniobras: volante a la derecha, volante a la izquierda. Un poquito hacia adelante y un poquito para atrás… Una, dos, tres, cuatro…. veinticinco y veintiséis. Uffff ¡¡¡que dólor de brazos y de pies!!!.

Saqué las llaves del contacto. Cogí mi bolso del asiento del copiloto y cuando abrí la puerta… sólo había un espacio de 15 centímetros para poder salir. Socorroooooooooooooooo. ¿Tendría que dejarme un hombro, una pierna o incluso un pecho, en el coche?. Pues aunque parezca increíble, lo que más me costó sacar fue… el bolso.

Estaba agotada de tanta maniobra, estresada con el reloj y me faltaba el aire. Corrí hacia la salida y comencé a subir las escaleras huyendo de ese ascensor con aspecto tenebroso que no me daba ninguna confianza ni garantía de llevarme a la superficie.
Cuando por fin vi la luz, respiré hondo y tragué todo el humo de un autobús de línea que en ese momento pasaba frente a mí. Grrrrrrrr.

Después de un par de vueltas, o tres… llegué al sitio en cuestión. Me esperaba un amigo, porque de no haberlo sido realmente, se hubiera ido sin más. Y eso es lo bueno de los amigos, que te esperan y además se ríen de ti cuando empiezas a contar por qué has llegado tarde.
Apenas quedaba tiempo para comer, así que tomamos una coca cola y nos pusieron una tortilla partida en daditos, en un platito minúsculo y con un aspecto dudoso, que por supuesto no fuimos capaces de probar.
Esta vez era él quien miraba el reloj. «Mi tren sale en una hora» dijo. Y sin haberme recuperado aún de mi aventura, me ofrecí a llevarle a la estación.
Estábamos a unos 15 minutos. Terminamos la consumición tranquilamente, pagamos, bueno pagó él, y nos dirigimos de vuelta al parking. Lee el resto de esta entrada »

Lo primero, las maletas.

Después de pasar el domingo intentando colocar lo que llevaste y lo que trajiste de más, separando la ropa de color de la blanca para comenzar una maratón de lavadoras, persiguiendo a tus hijos para que te ayuden a no desordenar lo que te ha costado la misma vida ubicar….. vas a buscar algo fresco a la nevera, para hidratarte de la pérdida de líquido debido al ejercicio físico que supone colocar los armarios, subir la maletas a los altillos, flexionar las piernas para llenar y vaciar la lavadora, trasladar la ropa mojada hasta el tendedero ejercitando los bíceps mientras la cuelgas, subir y bajar escaleras fortaleciendo piernas y glúteos, sudando la gota gorda y…. está VACIAAAAAAAAAAAAA.

Sin apenas haberte repuesto de la vuelta te preparas para hacer ‘LA COMPRA’. Se-me-va-la-pinza
Te pones a hacer la lista de lo que necesitas, y cuando has llenado casi un folio empiezas a revisar los armarios para cerciorarte de que lo que has anotado de memoria, es lo que has de reponer. Sigues apuntando lo que te falta y lo que se te ocurre, lo que te gustaría y lo que le gustaría a los demás, y cuando te das cuenta has escrito unas memorias culinarias. Empiezas a descartar cosas y ves como la lista se reduce tan deprisa como creció. Al final tiras la lista y decides ir cogiendo sobre la marcha… ¡¡¡¡Error!!!!

Rebuscas todas las bolsas ecológicas, reciclables, de flores, de paisajes, con letras e incluso las más horteras que siempre guardas para la ocasión y te encaminas al hipermercado.
Sacas el monedero, buscas la moneda para el carro y las que tienes no te sirven, son demasiado pequeñas o demasiado grandes. Esperas que alguien devuelva el carro e intentas convencerle para que te lo cambie por un montón de moneditas que sólo harán llenarle el bolsillo, y aún así.. las cuenta.

Finalmente consigues el carro, llevas las bolsas y recuerdas, más o menos, lo que tienes que comprar. Te diriges a la puerta y cuando se abre…..

 

¡Madre del amor hermoso!

Una multitud de carros repletos se dirigen hacia ti cual flecha a la diana. Intentas esquivarlos y te vas abriendo paso torpemente porque las ruedas del carro se frenan y no te llevan en la dirección adecuada. Empiezas a sudar, resoplas e intentas trazar un plan de ataque. Enfilas hasta el último pasillo. Cargas las botellas, las cajas de leche, el aceite y los botes de conservas. Vas dibujando un zigzag por los pasillos maniobrando para no chocar con los carros que multitud en el hipermercadocirculan y los que están detenidos. Y como en una clase de Pilates, te estiras sobre puntas y talones intentando alcanzar, con la punta de los dedos, el último paquete de cereales que divisas por encima de los clientes y que se esconde en el fondo del estante. Recorres cada pasillo como sí se tratase de una carrera contrarreloj. Los víveres escasean y no quieres quedarte sin nada. Es entonces cuando metes en el carro cualquier cosa mientras decides si lo necesitas o no; alguien se ha fijado en el producto y clava su mirada en tu carro haciéndote sentir culpable por haber llegado antes que él. Pero en el fondo te alegras, tú has hecho lo mismo con el que se llevo el último paquete de té, las últimas natillas de chocolate y sobre todo… con el que dejó el último paquete de harina que decididamente coges, como si te fuera la vida en ello, y conviertes tu carro en un paisaje navideño cubierto por un manto de nieve. ¿Ahora entiendes por qué nadie lo cogió?. Buscas los huevos. El tamaño no importa. ¿Medianos, grandes o XL?. Lo importante es que nadie te los haya cascado antes. Y al final decides… llevarte la tortilla hecha.

 

Hora de salir corriendo

Empiezas a sentir que te falta el oxígeno y casi sin detenerte te encaminas a las cajas empujando el ‘maldito’ carro, mientras sujetas la bolsa de congelados evitando que se caiga de la montaña de productos perfectamente colocados y encajados como las piezas del tetris.

Siete carros repletos te preceden en la fila. Sientes mareos. Necesitas sentarte. Respiras hondo y te acuerdas de esa botellíta de agua que siempre te saca de un apuro, pero esta vez la botella está vacía, se ha derramado en el fondo de tu bolso y hasta los clínex para secarte están inservibles.
Quieres disimular pero sabes que todo el mundo se ha dado cuenta de tu desgracia. Avanzas, es tu turno y empiezas a sacar tooooooooodo lo que llevas en el carro. La velocidad de la cinta supera los límites permitidos. Tu ritmo cardíaco se acelera cuando te percatas que en el otro extremo, la cajera apila los botes sobre el pan de sándwich y los higos quedan bajo las cajas de leche… Corres intentando salvar los tomates y te alegras de no llevar huevos, pero llegas tarde, las magdalenas ya no tienen remedio.

Despliegas las bolsas y seleccionas los productos para cada una de ellas: carne y embutidos, droguería, conservas y zumos, frutería, panadería y bollería, botellas… ¡¡Has comprado muchas cosas o has llevado pocas bolsas!!
Intentas recomponer el puzzle de bolsas dentro del carro, mientras la cajera te recuerda el importe de tu compra y se ofrece amablemente para embolsar lo que te queda. Entonces quieres gritar y decir: ‘NOOOOOOOOOO, esa bolsa es de droguería no de pescadería’. Pero te callas, no dices nada y te apresuras a sacar la cartera empapada. Los billetes se pegan y la cajera se impacienta. Coges las vueltas, agarras tu carro y te encaminas a la salida buscando oxígeno y en vez de eso, una luz cegadora hace que se nuble tu visión. Oyes una voz que grita – ¡La Farola! – y sientes un fuerte golpe, y tu carro frena en seco y las latas ruedan por la acera.
Rápidamente recoges la compra, la metes en el maletero de tu coche y empujas el malogrado carro hasta su lugar de anclaje. Coges la cadena y cuando la vas a meter por el orificio para recuperar tu moneda….
¡Te han birlado un euro!.

 

«Fiarse de todo el mundo y no fiarse de nadie son dos vicios. Pero en el uno se encuentra más virtud, y en el otro más seguridad».  (Séneca)

Nunca imaginé que sería protagonista de un Post, y mucho menos que fuera escrito por una gran profesional del periodismo como es Corina Miranda. Las redes sociales han hecho que nos encontremos como compañeras, pero lo mejor de todo es que ahora caminaremos juntas en este nuevo desafío de convertirnos en «Comunicadoras 2.0″……

Comunicación ¿2.0? o ¿2000 contra 1?

El primer día que Teacher Fer nos habló de Facebook, como la red social con mayor número de usuarios (1000 millones) y el foro más grande del mundo con un crecimiento de más de 10 millones de usuarios al mes, entendí porqué yo también tenía que tener el mío. Debía romper esa cifra redonda y entonces seríamos «1000 millones más uno». Si se creó originalmente como un hobby para los estudiantes de la Universidad de Harvard, con el objetivo de generar comunicaciones y relaciones entre sus usuarios, sería divertido. Un nuevo entretenimiento, más posibilidades de contar y escuchar, y lo mejor de todo, poder tener a mis amigos localizados y en perfecta sintonía. ¡O eso creía yo!.

Estaba emocionada, y empecé a buscar a esos amigos que tantas veces me habían insistido con el Facebook.
Envié una docena de solicitudes de amistad y las respuestas fueron llegando, pero no llegaban solas, sino con otras solicitudes que yo tenía que aceptar. Eran amigos de mis amigos y… «los amigos de mis amigos, son mis amigos» ¿o no?.

Amigos de Facebook Lee el resto de esta entrada »

Recuerdo el día que charlando con alguien, sobre la revolución de las redes sociales, me dijo: ¿quieres que nos tuteemos?, a lo que yo contesté rápidamente.. ¡claro, por supuesto!.  ¿Tu nombre?, me preguntó, y entonces no supe, si me había confundido con otra persona o tenía una amnesia temporal. Hacía tiempo que nos conocíamos, aunque nunca habíamos cruzado más de dos o tres palabras.

ali dibujo 2Alicia, le dije, y él volvió a preguntarme: ¿solo Alicia?. Extrañada, añadí, Senovilla.

El sacó un bolígrafo de su chaqueta y en una tarjeta escribió @Fer_Pi.63 y mientras me la daba, me dijo: «este es el mío». Miré la tarjeta, le miré a él y aquello solo me sugería un nombre en clave, una contraseña o la combinación de una caja fuerte. Entonces le pregunté: ¿y como te llamo, Fer, Ferpi o 63?. Soltó una carcajada y dijo: «si escribes Fernando Piña te saldrán muchos, así será más fácil encontrarme». Y se marchó.

Escribir su nombre, encontrarle…. ¿donde?.  Era yo la que se había ¡perdido! en algún momento de la conversación.

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Entrando en clase..

Sonó el despertador y pegué un salto de la cama. Estaba tan nerviosa como cuando se vuelve de vacaciones al colegio, aunque en este caso, mis vacaciones escolares habían sido demasiado largas…

Sin perder de vista el reloj, comencé a arreglarme (todos queremos causar buena impresión el primer día de clase). Busqué un bolso más grande de lo habitual y empecé a pensar qué debía guardar: Un cuaderno grande, muy grande… tendría que tomar muuuchas notas; mochila1Bolígrafos y rotuladores de varios colores para escribir, subrayar y marcar cosas importantes… vamos, casi todo; ¿El ordenador?, no, eso me lo proporcionaban allí y el bolso, aunque grande, no era lo suficiente para el portátil; ¡Agua!, importante para no deshidratarme, estaba segura que iba a sudar sangre, sudor y lágrimas; ¿El bocadillo para el recreo?, lo descarté por miedo a hacer el ridículo, aunque mi madre, seguro, me hubiera preparado un sándwich….

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«Planificando el viaje»

¿Donde quiero ir?

Siempre quise viajar…. La posibilidad de recorrer  ciudades nuevas, conocer sus costumbres a sus gentes y sus historias, era algo con lo que siempre había soñado. Quizás por eso estudié Turismo.

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¡Viajar era estupendo!  pero mejor aún era contar tus viajes, ilustrados con esos enormes álbumes de fotos,  que nunca más volvías a abrir, salvo para reírte de los estilismos de la época en cuestión. ¡¡¡Y vaya si nos reíamos!!!

Me apasionaba  poder contar, a mi manera, todo lo que veía, lo que me contaban….. pero de forma sencilla, cercana, apasionada y divertida.

Los medios de comunicación, la televisión y la radio en mi caso,  me permitían viajar y conocer todo aquello, a través de los testimonios de mis invitados. Era excitante conocer la actualidad, muchas veces de primera mano, y ser la portavoz de las noticias buenas y otras no tanto..

El contacto con el público era tan gratificante como frustrante. Te querían y te odiaban a partes iguales. Eran tus mejores y tus peores críticos. Tenías que estar alerta porque siempre estaba presente el «factor sorpresa» ( un invitado descontento, una noticia de alcance que te cambiaba el orden del programa, una información errónea que te dejaba expuesta y en evidencia…). Debías adoptar varios papeles, actitudes e identidades  (en televisión se llaman registros), dependiendo de la información, el horario y el tipo de público al que te dirigías.

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