Lo primero, las maletas.
Después de pasar el domingo intentando colocar lo que llevaste y lo que trajiste de más, separando la ropa de color de la blanca para comenzar una maratón de lavadoras, persiguiendo a tus hijos para que te ayuden a no desordenar lo que te ha costado la misma vida ubicar….. vas a buscar algo fresco a la nevera, para hidratarte de la pérdida de líquido debido al ejercicio físico que supone colocar los armarios, subir la maletas a los altillos, flexionar las piernas para llenar y vaciar la lavadora, trasladar la ropa mojada hasta el tendedero ejercitando los bíceps mientras la cuelgas, subir y bajar escaleras fortaleciendo piernas y glúteos, sudando la gota gorda y…. está VACIAAAAAAAAAAAAA.
Sin apenas haberte repuesto de la vuelta te preparas para hacer ‘LA COMPRA’. 
Te pones a hacer la lista de lo que necesitas, y cuando has llenado casi un folio empiezas a revisar los armarios para cerciorarte de que lo que has anotado de memoria, es lo que has de reponer. Sigues apuntando lo que te falta y lo que se te ocurre, lo que te gustaría y lo que le gustaría a los demás, y cuando te das cuenta has escrito unas memorias culinarias. Empiezas a descartar cosas y ves como la lista se reduce tan deprisa como creció. Al final tiras la lista y decides ir cogiendo sobre la marcha… ¡¡¡¡Error!!!!
Rebuscas todas las bolsas ecológicas, reciclables, de flores, de paisajes, con letras e incluso las más horteras que siempre guardas para la ocasión y te encaminas al hipermercado.
Sacas el monedero, buscas la moneda para el carro y las que tienes no te sirven, son demasiado pequeñas o demasiado grandes. Esperas que alguien devuelva el carro e intentas convencerle para que te lo cambie por un montón de moneditas que sólo harán llenarle el bolsillo, y aún así.. las cuenta.
Finalmente consigues el carro, llevas las bolsas y recuerdas, más o menos, lo que tienes que comprar. Te diriges a la puerta y cuando se abre…..
¡Madre del amor hermoso!
Una multitud de carros repletos se dirigen hacia ti cual flecha a la diana. Intentas esquivarlos y te vas abriendo paso torpemente porque las ruedas del carro se frenan y no te llevan en la dirección adecuada. Empiezas a sudar, resoplas e intentas trazar un plan de ataque. Enfilas hasta el último pasillo. Cargas las botellas, las cajas de leche, el aceite y los botes de conservas. Vas dibujando un zigzag por los pasillos maniobrando para no chocar con los carros que
circulan y los que están detenidos. Y como en una clase de Pilates, te estiras sobre puntas y talones intentando alcanzar, con la punta de los dedos, el último paquete de cereales que divisas por encima de los clientes y que se esconde en el fondo del estante. Recorres cada pasillo como sí se tratase de una carrera contrarreloj. Los víveres escasean y no quieres quedarte sin nada. Es entonces cuando metes en el carro cualquier cosa mientras decides si lo necesitas o no; alguien se ha fijado en el producto y clava su mirada en tu carro haciéndote sentir culpable por haber llegado antes que él. Pero en el fondo te alegras, tú has hecho lo mismo con el que se llevo el último paquete de té, las últimas natillas de chocolate y sobre todo… con el que dejó el último paquete de harina que decididamente coges, como si te fuera la vida en ello, y conviertes tu carro en un paisaje navideño cubierto por un manto de nieve. ¿Ahora entiendes por qué nadie lo cogió?. Buscas los huevos. El tamaño no importa. ¿Medianos, grandes o XL?. Lo importante es que nadie te los haya cascado antes. Y al final decides… llevarte la tortilla hecha.
Hora de salir corriendo
Empiezas a sentir que te falta el oxígeno y casi sin detenerte te encaminas a las cajas empujando el ‘maldito’ carro, mientras sujetas la bolsa de congelados evitando que se caiga de la montaña de productos perfectamente colocados y encajados como las piezas del tetris.
Siete carros repletos te preceden en la fila. Sientes mareos. Necesitas sentarte. Respiras hondo y te acuerdas de esa botellíta de agua que siempre te saca de un apuro, pero esta vez la botella está vacía, se ha derramado en el fondo de tu bolso y hasta los clínex para secarte están inservibles.
Quieres disimular pero sabes que todo el mundo se ha dado cuenta de tu desgracia. Avanzas, es tu turno y empiezas a sacar tooooooooodo lo que llevas en el carro. La velocidad de la cinta supera los límites permitidos. Tu ritmo cardíaco se acelera cuando te percatas que en el otro extremo, la cajera apila los botes sobre el pan de sándwich y los higos quedan bajo las cajas de leche… Corres intentando salvar los tomates y te alegras de no llevar huevos, pero llegas tarde, las magdalenas ya no tienen remedio.
Despliegas las bolsas y seleccionas los productos para cada una de ellas: carne y embutidos, droguería, conservas y zumos, frutería, panadería y bollería, botellas… ¡¡Has comprado muchas cosas o has llevado pocas bolsas!!
Intentas recomponer el puzzle de bolsas dentro del carro, mientras la cajera te recuerda el importe de tu compra y se ofrece amablemente para embolsar lo que te queda. Entonces quieres gritar y decir: ‘NOOOOOOOOOO, esa bolsa es de droguería no de pescadería’. Pero te callas, no dices nada y te apresuras a sacar la cartera empapada. Los billetes se pegan y la cajera se impacienta. Coges las vueltas, agarras tu carro y te encaminas a la salida buscando oxígeno y en vez de eso, una luz cegadora hace que se nuble tu visión. Oyes una voz que grita – ¡La Farola! – y sientes un fuerte golpe, y tu carro frena en seco y las latas ruedan por la acera.
Rápidamente recoges la compra, la metes en el maletero de tu coche y empujas el malogrado carro hasta su lugar de anclaje. Coges la cadena y cuando la vas a meter por el orificio para recuperar tu moneda….
¡Te han birlado un euro!.
«Fiarse de todo el mundo y no fiarse de nadie son dos vicios. Pero en el uno se encuentra más virtud, y en el otro más seguridad». (Séneca)
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